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Foto del escritorJosé Asunción Sáchez Mendoza

Sonrisa.

Solo evoco el tema de la sonrisa para hablar de la tuya.

Por Shon José.




Hay sonrisas hipócritas, de esas que llevan un zarpazo hiriente entre la oscuridad, de esas que no modifican la mirada. Hay sonrisas que son máscaras, y no hay que confundirlas con las hipócritas, aunque tengan el mismo origen etimológico. Son aquellas que esconden ansiedades, depresiones, abandonos, rupturas, abismos, crisis, vulnerabilidad. Hay sonrisas macabras, de esas que se recuestan sobre el fracaso ajeno, sobre la ceguera del que no sabe que lo diferente tiene su derecho a existir. Sonrisas tétricas, oscuras, manipuladoras, que gozan de las tormentas y de los nubarrones. Hay sonrisas frías, de esas que llueven pensamientos, timidez y lejanía; de esas que apenas se dibujan sobre los labios, casi siempre resecos; de esas que son lanzadas desde otro mundo, tan interior como la sangre. Hay sonrisas que casi son risas, que lanzan una carcajada sueve, pero que mantienen esa expresión armoniosa, donde se columpian unos cuantos gramos de alegría y otros tantos de diversión.


Muchas sonrisas, de diferente tipo y contexto: sentidas, tristes, de miedo, las que están de moda en las selfies, las avergonzadas, las falsas, las maléficas, las coquetas.

Podría echarme más de tres páginas escribiendo sobre la sonrisa. Pero ya es hora de decir que solo evoco este tema para hablar de la tuya, querida persona desconocida con la que me topé no hace mucho…


Y tengo que empezar por ahí, por decir que no te conozco, que no sé tu nombre, ni tu edad, ni de dónde eres, ni qué idioma hablas. Podría especular que más o menos tienes mi edad, que tu nombre empieza por la letra eme, que eres de la capital y que hablas español. Pero prefiero la realidad que conozco, es decir, nada.


Todo comenzó cuando decidí, casi por impulso, entrar en un lugar de esos en los que se come y bebe bien. El ambiente era festivo, propio de un fin de semana relajado. Pedí una mesa en la terraza de la azotea, de esas que regalan un paisaje oscuro con manchitas de luz, panorámica que no puedo disfrutar al cien por ciento por mi mala visión.


Miré la carta de arriba abajo sin prestarle mucha atención y sin decidir cosa alguna. La miré una vez más y nada me apetecía. Molesto conmigo mismo resoplé y me dije con una sonrisa interior: “ay pinche Shon, otra vez no sabes qué pedir”. Así que con el mismo impulso con el que entré a ese lugar, salí de él. Acomodé la silla después de levantarme, contemplé como pude el paisaje nocturno y me dispuse a bajar las escaleras.


Antes de dar el primer paso hacia la escalera, observé nuevamente el ambiente. Di el segundo y tercer paso en los respectivos escalones, eso sí, bien agarradito del barandal, porque no me gustaría caerme en un lugar así, repleto de gente. Aunque, siendo sincero, no me gustaría caer en ningún lugar ni bajo circunstancia alguna, ni siquiera existencialmente.


Justo en el cuarto escalón volví a dirigir mi mirada hacía la sala del lugar, pero ya no para ver cómo estaba el ambiente, sino para hacer el ejercicio mental e imaginativo sobre lo que pasaría en caso de que me callera: seguramente soltaría mi bolsita gris que cargo a todos lados, donde llevo mi dinero, mis audífonos, el cargador y otras cositas. Lo más probable es que mi cara se transforme en un gesto de supervivencia, de esas muecas exageradas y elásticas que hacen los payasos en sus presentaciones: ojos saltones, cejas arqueadas, frente fruncida como pie de elefante, mejillas contraídas, comisuras hacia abajo, dientes de mazorca, mirada de terror. Mi rostro todo un poema cómico al miedo, a la sorpresa y al trancazo que, seguramente, me daría. Eso sí, todo ello envuelto en un grito de “ay güey, no mames”. Ya en el suelo, alguien se apiadaría de mí y, acercándose, me preguntaría: “¿estás bien, amigo?”. Seguramente que más de una persona esbozaría una sonrisa burlona e inevitable…


Ya en el sexto escalón dejé de pensar que me podía caer, convenciéndome de que no estoy tan menso. Y entonces di el paso hacía el séptimo y de reojo te vi. Ahí comenzó todo. Esa imagen fugaz que logré pescar de ti hizo que bajará el resto de la escalera sin dejar de mirarte.


Toda tú eras un sonrisa misteriosa y tierna de la vida.

Toda tú eras un sonrisa misteriosa y tierna de la vida. Me sonreía tu cabello corto, muy por encima de tus hombros y un poco más debajo de tus orejas, de las cuales pendían unos pequeños aretes plateados donde se reflejaba la luz de la noche. Me sonreía tu suéter gris, una prenda casual y desenfadada, que se ajustaba perfectamente a ti como un amanecer sobre el paisaje. Jeans desgatados, rotos, pero sin llegar a lo fodongo, se movían conforme a esa cadencia con la que marcas el ritmo de tu belleza. Tus tenis converse, blancos y de plataforma, tan limpios como tu existencia toda.


Te vi, y sin esperanza de saber tu nombre, tu edad ni nada de ti, me detuve justo al bajar el último escalón para que pasaras frente a mí. Al pasar dejaste ese aroma fresco y herbal, ese toque a suavizante de ropa, ese toque a maquillaje y cosmética. Te detuviste justo en la puerta, no sé si esperando a alguien o a ver como estaba la clientela. ¡Quién quite y eres la gerente y así pueda volver a verte!


Cuando llegué a la salida te miré de espaldas. Aun así, eres un gran dibujo en medio de este esquema cuadriculado. Me acerqué y dije: “con permiso”. No te quitaste, solo te giraste para que yo cupiera por ese trozo de puerta. ¡Vaya troza sublime! Tu aroma llego a mi otra vez, volteé a mirar tu rostro y, cuando enfocaste tus ojos en mí, me sonreíste…

Casi nadie me sonríe. Y tengo que confesarlo, me enamoré de tu sonrisa, del efecto que ella causó en mí, de la sonrisa que me nace al recordar la tuya. Hay diferentes tipos de sonrisa, la tuya, querida persona desconocida, fue como un abrazo que aún no puedo olvidar.


En fin, espero que cuando lean esto, que cuando lo escuchen en la radio, piensen que no es cierto, pero tú y yo sabemos que sí. Y si por casualidad y de milagro escuchas esta aguardientosa voz, quiero que sepas que yo era ese chico de gafas, chaqueta de piel y gorra negra que te sonrió en la entrada de un conocido lugar al que un día volveré únicamente para sonreír.

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